EL DESEO DE BIEN Y PROSPERIDAD

Artículo del Presidente de CEA publicado en la revista de la Diócesis de Málaga número 934

El décimo mandamiento nos recuerda las palabras del Evangelio de San Mateo: “Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón”. Por el contrario, la codicia es el afán extremo de poseer bienes, por tal razón este precepto prohíbe tener deseos exagerados de ser ricos y cometer injusticias que lleven a apoderarse de los bienes de los demás.

Este mandamiento, que cierra el más relevante de los decálogos, exige también que se destierre del corazón humano la envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico, que a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó robándole la cordera. (cf 2 S 12,1-4). Por ello, la envidia puede conducir a las peores fechorías. San Agustín veía a ésta, como “el pecado diabólico por excelencia”. Representa una de las formas de la tristeza, y por tanto, un rechazo absoluto de la caridad.

Si hacemos una lectura “en positivo” de este mandamiento, podríamos enunciarlo de una manera parecida a esta: “desearás el bien y la prosperidad del prójimo”. Es decir, me importa el otro; su bienestar me concierne. Salgo de mi vida y miro alrededor. Denuncio y lucho contra la injusticia si la padece, me compadezco de su dolor si lo sufre. En suma, como cristiano, intento vivir las actitudes que Jesucristo me enseña con su Palabra y con su vida entre nosotros.

A través de este deseo del bien del otro, llegamos también al bien común. Y desde esta óptica podemos asomarnos al mundo de la empresa, al verdadero sentir de la responsabilidad social empresarial, a propósito del cual encontramos sumamente esclarecedoras las palabras del Papa en su reciente Encíclica “Laudato si”: “La actividad empresarial, que es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos, puede ser una manera muy fecunda de promover la región donde instala sus emprendimientos, sobre todo si entiende que la creación de puestos de trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común” (nº 129).

Para un empresario cristiano, su tesoro está en crear empleo y riqueza, a través de un beneficio legítimo, para así favorecer a los demás mediante su propio desarrollo y crecimiento. Y hacerlo desde la honestidad y la humildad, con unos claros principios éticos, con el mismo criterio que describe el Papa cuando afirma: “el trabajo es una necesidad, parte del sentido de la vida en esta tierra, camino de maduración, de desarrollo humano y de realización personal”.

Javier González de Lara